martes, 19 de abril de 2011

Merry-go-round

La tenebrosa mansión siempre había tenido a los habitantes de la pequeña ciudad atemorizados, no solo a los niños, que, fuera de sentir terror realmente, se divertían contando historias y vinculando la vieja casona con fantasmas, brujas y maleficios. Los niños inventaban las historias y los adultos se las creían, por eso ya nadie frecuentaba si quiera los alrededores de la misteriosa mansión. En otros tiempos, a finales del siglo XVIII había pertenecido a un acaudalado señor de la zona, que era poseedor de la mayoría de las tierras colindantes y tenia varias empresas provechosas. La mujer de aquel hombre, encaprichada por el paisaje verdoso y exuberante del condado había mandado construir la mansión. En sus tiempos prósperos había sido una gran casa de mármol blanco, traído de tierras lejanas, una gran y ostentosa escalinata con dos fieros leones custodios a los lados conducían a un amplio porche orientado al este, por dónde asomaba la suave y calida luz del sol naciente. Se alzaba en dos pisos, salpicada de grandes ventanales y un amplio balcón que recorría todo el perímetro de la mansión, apoyándose en gruesos y ornamentados pilares jónicos. Precediendo la grandiosa casa había florecido un jardín casi laberíntico, cultivado con numerosas flores traídas de todos los rincones del mundo. Y protegiendo el jardín, una firme valla de hierro forjado acabada en punta de lanza, que esperaba amenazante a los intrusos. Los tres hijos del adinerado y su esposa, habían correteado y jugado por aquellos jardines, dos niñas y un niño. Pero, poco después del nacimiento del último de los hijos, el barón, el padre comenzó a perder su dinero y la prosperidad de la familia decayó, tuvieron que vender sus tierras. Después, cuando ya no quedaba nadie que pudiera servir a los no tan ricos propietarios de la mansión, todos desaparecieron, encontraron al padre colgado, del balcón, justo encima de la escalinata. Nunca encontraron a la mujer ni a los hijos, pero la gente comenzó a especular y nacieron las leyendas. Con el tiempo se fue rodeando de lujosas, pero considerablemente más pequeñas, casas y se olvidó su verdadera historia.
Pero aquella mañana alguien se había atrevido a acercarse a la verja de la vieja mansión. La niña se agarraba a los barrotes de hierro con decisión, miraba hacia la casa con el ceño fruncido y una profunda curiosidad en la mirada. Los rallos del sol herían la fachada de mármol blanco, que brillaba con luz propia. El jardín descuidado se extendía selvático y se podían apreciar aún algunas de las exóticas flores de antaño. Por fin , respiro hondo armada de valor y con la maestría de quien lo había hecho varias veces trepó por la verja, sobre las puntas de lanza y se descolgó al otro lado con una graciosa agilidad. Echó a andar hacia la entrada de la casa, el camino estaba franqueado por grandes cipreses centenarios que se inclinaban hacia delante entrelazando sus puntas, formando la ilusión de un túnel vegetal, por el que se filtraban los suaves rallos de la luz solar. La niña siguió andando contemplando los árboles anonadada. Cuando llegó a la gran escalinata, la subió con inquietud dejando atrás los dos leones custodios que parecían seguirla con la mirada. Al llegar a lo alto, bajo el porche, miró hacia atrás, ansiosa, nadie la miraba, todo estaba desierto y solo se oía el susurro del viento a su alrededor. Posó sus manos en las grandes manivelas de la gigantesca y ornamentada puerta y empujó con fuerza, la puerta crujió en sus goznes y se movió unos milímetros, volvió a empujar dejando caer todo su peso contra ella y esta vez la puerta cedió lo suficiente como para cederle el paso. Estaba dentro de la casa. Olía terriblemente a cerrado y a descomposición. Cuando los ojos de la niña se acostumbraron a la escasa luz, pudo apreciar que se hallaba en un gran vestíbulo, escasamente iluminado por unos ventanales lejanos, frente a ella se alzaba una gran escalera divergente que subía al segundo piso. En lo alto de la escalinata se hallaba colgado en la pared un gran retrato, de una bella dama que sonreía, con las manos en el regazo, seria joven y su dorado pelo ensortijado caía en tirabuzones sobre sus hombros. Su piel marmórea dotaba al cuadro de una etérea belleza y contrastaba con sus ojos oscuros y el vestido esmeralda. La niña se quedó fascinada. De pronto una extraña melodía comenzó a sonar por las paredes de la gran casa, sus notas dulces y sinuosas estaban cargadas de nostalgia e inocencia, una melodía que hizo a la niña sentir un gran vacío en el pecho que la turbaba profundamente. De repente la mirada de la dama de verde le pareció triste. La sinuosa música continuaba sonando, como pequeñas campanas que replicaban. Las hechizantes notas hicieron a la niña ascender por las escaleras, hasta un alargado pasillo del ala oeste. Las motas de polvo volaban doradas heridas por la luz del sol naciente, creando una mágica quimera. Poco a poco la melodía pasó a ser mas intensa, y las notas martilleaban acuciantes en los oídos de la niña. Se acercaba a una puerta entornada de la que rebosaban intensos haces de luz. La puerta crujió en sus goznes cuando la niña posó su mano sobre ella y la abrió. La intensa luminosidad la cegó durante unos instantes que tardó en recuperar la vista. Se encontraba en una habitación amplia y polvorienta. La hipnotizante melodía continuaba sonando y la chica supo que venía del una pequeña figura de porcelana abandonada en un rincón. Cuando se acercó más y se arrodilló a contemplarla se percató de que era un pequeño tiovivo musical que giraba lentamente, como dotado de vida propia. Como salida de la nada, una pequeña pelota de trapo golpeó suavemente el pié de la niña. Extrañada miró en la dirección el la que había venido la pelota y se le heló la sangre en las venas. De pié junto a ella se hallaba un niño que la miraba con ojos tristes y brillantes, saltones, como salidos de las órbitas, su piel pálida le pareció a la niña translúcida. Vestía ropas que bien podían ser de hacía dos siglos. Su pelo era de un color rubio pajizo. El niño sonrió como un inocente ángel de Botticelli.
- ¿Vienes a jugar conmigo? – Preguntó con una escalofriante voz de barítono, la música cesó, los caballitos ya no se movían.
Otro niño se paro ante la oxidada y selvática verja y quedó cautivado por la misteriosa áurea de la gran casa. Ora vez resonó la melodía, los caballitos se pusieron en marcha.

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